sábado, 14 de septiembre de 2013

Una literatura llamada Borges

Es canónico considerar que Borges es en sí mismo toda una literatura. Mi fervor por él nació en la adolescencia y perseguí escuchar su palabra durante años. Cuando viajé a Buenos Aires él no estaba allí y nuestros dos encuentros se celebraron en Madrid. El primero en una recepción a escritores en el Palacio de la Zarzuela cuando recibió el Premio Cervantes, y el segundo en una comida a cuatro en un restaurante típico, ya desaparecido, del barrio de las Letras, a la espalda del Hotel Palace.
 

Al llegar a Madrid para recibir el Cervantes produjo Borges una de sus tantas ocurrencias; fue galardonado ex aequo con Gerardo Diego, y preguntó “¿En qué quedamos? ¿Gerardo o Diego?”. Borges conocía al poeta español desde el inicio de los años veinte, habían coincidido en el parto del ultraísmo, en revistas como “Grecia” o “Ultra” y la bonaerense “Nosotros”, apadrinada por el propio Borges, en un movimiento literario bajo la inspiración de Rafael Cansinos Assens, una de las admiraciones sostenidas por Borges durante toda su vida.
 
La chocante pregunta sobre Gerardo Diego era una de las sonadas ocurrencias del escritor argentino, como aquella de considerar a la imprenta “uno de los peores males del hombre, ya que tiende a multiplicar textos innecesarios”, o aquella otra: “Nada puedo opinar sobre Antonio Machado, el hermano de Manuel; no sabía que Manuel tenía un hermano que escribía”. Su ingenio era pura exageración, pero en estos tiempos en los que el ingenio brilla por su ausencia y habría que defenderlo como otros defienden la vida de las focas, se echa de menos.
 
Borges hablaba como siempre había supuesto que hablaría y urdía las mismas palabras que adiviné desde su lejanía; comentaba sobre Lugones y sobre Quevedo, y porfiaba sobre el perplejo menester de los poetas. Ya sabemos que la literatura  para él “no es otra cosa que un sueño dirigido”. El escritor argentino daba la impresión de sobrevivir entre los laberintos de una mitología privada y no sentirse Borges. Escribió: “Ya la avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges". Su ceguera -ese lento atardecer de verano- parece abrirle al interlocutor casi físicamente: aferra la mano de quien le habla, le mide con sus dedos mientras parece verlo desde sus ojos de niebla. “Hace tiempo que mis contemporáneos son los griegos”, dijo, y volcó un tanto su cuerpo sobre el retorcido bastón.
 
Algunos de los grandes creadores que he tratado a lo largo de mi vida,  que en este menester de conocer a célebres escritores ha sido generosa,  se mostraron bien diferentes a la imagen previa con la que llegué a ellos. Borges no. Cuando conocí a Borges era cabalmente como había imaginado. Reprochaba al idioma, al mundo y se reprochaba a sí mismo la irreprochable materia de olvidos y contradicciones que ha construido su obra desde cierta haraganería. Me pareció que ejercía una fustigadora autozalamería disculpable.  Confieso que muy pocas veces he tenido la sensación de estar hablando con un clásico, de compartir mesa y mantel con un irrepetible. Con Borges me ocurrió.
 
No son pocos  los poemas que he dedicado al escritor argentino. Reproduzco dos. El primero, “No encuentro a Borges en Buenos Aires”, incluido en mi libro “Los mapas interiores”, de 1998, que es una obra de homenaje al escritor, y el segundo “La biblioteca de Borges en su casa de la calle Maipú”, de mi libro “Escribo tu nombre”, de 2013,  sobre el asombro que me causó que nuestro escritor hubiese elegido sólo un centenar de libros para acompañarle. Le bastaban a un hombre que había dicho “Uno llega a ser grande por lo que lee, no por lo que escribe”.
 
 
            No encuentro a Borges en Buenos Aires

 
Tuvo al tiempo los libros y la noche
aquel anglosajón contradictorio,
huérfano de cien patrias,
que huyó del tango y de la luz.
                                                    Un día
bautizó Buenos Aires,
atravesó las calles y los patios,
contempló un crimen,
adoró a los hexámetros y a Carlyle,
odió a Perón y a Rosas
y no fue Premio Nobel.
                                         Lo recuerdo,
midiendo con sus manos mi fervor,
como un anciano ciego,
perseguidor de dudas y de mapas.
Su ciudad no le extraña ni le busca
y él, en alguna parte,
descifró el laberinto,
conversó con Stevenson,
reconoció su sangre en la añeja batalla.

Indago su presencia en Buenos Aires,
bien sé que inútilmente.

 
                                          (De “Los mapas interiores”, 1998.
                                           Premio Rafael Alberti)

 
La biblioteca de Borges en su casa de la calle Maipú

 
                                               “Con pocos pero doctos libros juntos”
                                                                                             Quevedo

Su paraíso era una biblioteca
pero en Maipú, al final, sólo mimaba
un centenar de libros. Todo acaba
siendo un escombro que la vida trueca.

El tiempo es como el hilo de una rueca:
toma formas, se traba y se destraba.
Borges: sus laberintos. Le cegaba
la luz que se hizo sombras y embeleca.

Engañado por tantas certidumbres,
con las ficciones hechas realidades
y pocos pero doctos libros juntos,

habló en Maipú, sin luz, con sus difuntos,
dudó de la existencia de verdades,
sembró cenizas sobre tantas lumbres.

                            (De “Escribo tu nombre”, 2013)