domingo, 3 de noviembre de 2013

Chateaubriand o la anticipación

En la obra cumbre y más leída del vizconde de Chateaubriand, sus “Memorias de ultratumba”, están algunas de las más elegantes y definitivas páginas de la literatura de su tiempo y de todos los tiempos. Además atesoran un memorialismo minucioso y una visión histórica que no trata de ser imparcial pero es atinada y profunda. Hace poco reflexionaba sobre su monumental aportación a la cultura europea con Jorgina Díaz Torres, que tiene la formación técnica de una ingeniería y la curiosidad desbordada de un humanismo bien digerido. No escribe Chateaubriand unas “Memorias” al uso en su tiempo, que solían ser justificativas de conductas, difuminando errores y subrayando aciertos. Sus “Memorias de ultratumba”, que hasta 1830 pensaba titular “Memorias de mi vida”, y que se publicaron póstumamente en 1849, están más cerca de las “Confesiones” de Rousseau (aunque él rechaza el modelo), por su crisol de narración pública, histórica, y de revelación privada, que de las “Memorias” del duque de Saint-Simon, dos referentes del memorialismo en lengua francesa.

Saint-Simon vivió a caballo entre los siglos XVII y XVIII, Rousseau en el siglo XVIII, y Chateaubriand entre los siglos XVIII y XIX; sus entornos vitales fueron diferentes; el primero y el último eran aristócratas y el segundo plebeyo: grabador, aprendiz de relojero y periodista desde su juventud. Los tres transitaron por tiempos convulsos y escribieron “Memorias” que tendrían una influencia relevante cuando aparecieron y siguen siendo hoy una referencia en la cultura europea. Las mejor escritas son las de Chateaubriand, que tanto supuso para el romanticismo que emergía. Víctor Hugo escribió de niño en su diario: “Seré Chateaubriand o nada”.


Releo estos días la versión completa de “Memorias de Ultratumba” en una edición de 2004 en Acantilado (2.722 páginas) con sabio prólogo de Jean-Claude Berchet, que había rescatado la obra, con su edición erudita de 1989, del cierto olvido que padecía. A Chateaubriand no le entendieron las generaciones siguientes a la suya ni en Francia ni en Europa. Para muchos intelectuales a la derecha y a la izquierda, por cauces distintos pero con igual desembocadura, era un reaccionario voluble que cargó las tintas en sus opiniones sobre la Revolución Francesa, se apartó de Napoleón y criticó muchas de sus decisiones y las atrocidades de sus ejércitos (lo que suponía lesionar la "grandeur" de Francia), y se consideró siempre monárquico.

En 1989, cuando se publica la edición de Berchet, se cumple el bicentenario de la Revolución Francesa lo que promueve nuevos estudios y nuevas visiones, y cae el muro de Berlín lo que lleva a conocer documentalmente las aberrantes prácticas del estalinismo. En Francia cae la escuela histórica jacobina y radical que pasaba sobre ascuas por la experiencia del Terror revolucionario de 1792-1794, en donde se imponía una supuesta igualdad bajo la cuchilla de la guillotina. Y en toda Europa queda al descubierto la imposición de un sistema soviético en el que la disidencia se pagaba con el “gulag” o con el paredón. Comienza a entenderse y a valorarse el mosaico de “Memorias de ultratumba” no sólo como una magnífica obra literaria sino también como una relevante anticipación y alerta, como una oceánica e inteligente reflexión sobre los peligros de unas formas embrionarias de los autoritarismos rojos o negros que conocería y padecería el siglo XX.  En aquel 1989 quedaba atrás, o al menos entre sombras y descréditos, el embelesamiento de cierta intelectualidad europea por el totalitarismo soviético, como ya había sucedido en 1945 respecto a los fascismos. 

Como literato, viajero y estadista, la visión del mundo, de los acontecimientos que vive,  y el reflejo que ofrece de su vida Chateaubriand, es profunda, melancólica, a veces pesimista y a menudo irónica. Es relevante su experiencia americana, ya que conoce y estudia durante meses la Revolución de los Estados Unidos, donde trata a George Washington, y se anticipa en más de un juicio a “La democracia en América” de Alexis de Tocqueville, publicada en 1834-1840. Algunas reflexiones de Chateaubriand y de Tocqueville coinciden. Para Chateaubriand el Terror desnaturaliza y deshonra la Revolución Francesa y hace que desemboque en el despotismo napoleónico;  para Tocqueville, testigo de primera fila, la violencia revolucionaria en el París de 1848 acaba en la recreación autoritaria que supuso el Segundo Imperio. Para ambos, aunque con matices en las perspectivas, el modelo para Europa debería ser la joven democracia norteamericana. 

Chateaubriand pensó redactar estas “Memorias de ultratumba” en 1804, las comenzó a escribir en 1811 y se gestaron durante más de treinta años. En vida sólo leyó algunos fragmentos en salones literarios. En 1836, a cambio de una cantidad importante y de una renta vitalicia, cedió los derechos de edición a una sociedad con la condición de que habrían de publicarse a su muerte; de ahí su título. En el Prefacio, escrito el 14 de abril de 1846 y revisado el 28 de julio del mismo año, escribe: “La triste necesidad, que me ha tenido siempre con un pie sobre el cuello, me obliga a vender mis “Memorias”. Nadie puede hacerse una idea de cuánto he sufrido por tener que hipotecar mi tumba”. Pese al compromiso de los compradores y el disgusto y las protestas del autor, la sociedad dueña de los derechos vendió a un periódico la licencia para comenzar a publicar por entregas las “Memorias” en vida de Chateaubriand. En el mismo prefacio anota: “Prefiero hablar desde el fondo del ataúd; mi narración estará así acompañada de esas voces que tienen algo de sagrado, porque surgen del sepulcro”.

Entre tantos fragmentos de la obra que puedo considerar mis favoritos, hay dos especiales. Uno de ellos histórico, personal el otro. Ambos admirablemente escritos. 

En el fragmento histórico no resulta obvia una explicación previa. Chateaubriand narra el acto de acatamiento de Fouché y de Talleyrand al rey Luis XVIII en  Saint-Denis, después de los Cien Días que se inician con la fuga del emperador de la isla de Elba y concluyen con la derrota imperial en Waterloo.

Fouché, de humilde origen, ennoblecido por Napoleón con el ducado de Otranto, había sido incombustible ministro de Policía con el Directorio, el Imperio y los Cien Días, y lo sería en el inicio del reinado de Luis XVIII. Durante el Terror, dictadura del Comité de Salud Pública, Robespierre le envió a Lyon (1793) y allí encabezó la represión de cristianos, burgueses y aristócratas, asesinando a miles de personas, por lo que se ganó el apelativo de “mitrailleur de Lyon”. Defendió en la Convención y votó a favor la ejecución en la guillotina de Luis XVI. Sumó la condición de regicida a la de sanguinario que había ganado en Lyon. Como ministro de Policía creó una amplia red de espías y una policía eficaz.  Intrigante y sinuoso, abortó o propició, según su conveniencia personal, todas las conspiraciones de la época, y atesoró secretos de los poderosos que garantizaron su supervivencia política en las más contradictorias circunstancias. De paso llegó a ser uno de los hombres más ricos de Francia. Stefan Zweig tituló su biografía (1929): “Fouché, el genio tenebroso”. El otro protagonista del acto de acatamiento a Luis XVIII, vivido y contado por Chateaubriand, es Talleyrand, de noble y añejo linaje, agraciado por Napoleón con el principado de Benevento, sacerdote y pronto obispo de Autun, luego apóstata, muñidor del golpe del 18 de Brumario que dio el poder a Bonaparte, ministro de Asuntos Exteriores en el Consulado, el Imperio y el reinado de Luis XVIII. Además, fue el primero en asumir el cargo de jefe del Gobierno de Francia. En lo privado ganó fama por sus costumbres promiscuas y desordenadas.    

Desde estos antecedentes hay que saborear el texto de Chateubriand que retrata a los dos personajes con cruel realismo: “Me senté en un rincón y esperé. De repente se abre una puerta: entra silenciosamente el vicio apoyado en el brazo del crimen, monsieur de Talleyrand caminaba sostenido por monsieur Fouché: la visión infernal pasa lentamente por delante de mí, entra en el gabinete del rey y desaparece. Fouché acababa de jurar fidelidad y homenaje a su señor; el fiel regicida, de hinojos, puso las manos que hicieron rodar la cabeza de Luis XVI entre las manos del hermano del rey mártir; el obispo apóstata hizo de garante del juramente”. (Libro vigésimo tercero, capítulo 20). Queda añadir que Talleyrand era cojo y por eso, en la observación contada, caminaba sostenido por Fouché.

El otro fragmento, el que supone una confesión personal, no precisa mayores explicaciones. El episodio narrado sucedió en el castillo de Combourg, cabeza del señorío del conde de Chateaubriand, padre del autor de las “Memorias”. Retrata el pesimismo de nuestro escritor, muy joven entonces, en una vivencia plena de sinrazones románticas. Titula el capítulo con una palabra: “Tentación”.  

“Yo tenía una escopeta de caza cuyo gatillo estaba tan gastado que a menudo se le escapaba el seguro. Cargué esta escopeta con tres balas, y me dirigí a un lugar apartado del gran Mail. Monté la escopeta, introduje el extremo del cañón en mi boca, golpeé la culata contra el suelo; repetí varias veces el intento: el tiro no salió; la aparición de un guarda hizo que suspendiera mi decisión. Fatalista sin quererlo ni saberlo, supuse que mi hora no había llegado, así que dejé para otro día la ejecución de mi plan. De haberme quitado la vida, todo cuanto he sido habría quedado enterrado conmigo; nada se sabría de la historia que me habría llevado a mi catástrofe; habría engrosado la multitud de infortunados anónimos; nadie me habría seguido por las huellas de mis pesares, como un herido por el rastro de su sangre. Quienes se hayan sentido turbados por lo que describo y tentados de imitar estas locuras, quienes guarden memoria de mí por mis quimeras, no deben olvidar que no oyen más que la voz de un muerto. Lector, a quien nunca conoceré, nada ha quedado de ello: No queda de mí más que lo que soy en manos de Dios vivo que me ha juzgado”. (Libro tercero, capítulo 12).

Volveré a Chateaubriand y a sus “Memorias de ultratumba”, aunque nuestro autor brilla no menos en otras obras suyas. Acaso el próximo comentario sobre una de mis más sostenidas admiraciones literarias sea a cuento de las escasas pero magníficas páginas de “Amor y vejez”, un raro texto inédito hasta 1922.