domingo, 10 de noviembre de 2013

La "Academia de la Real Gana"

El título de estas líneas no es mío sino de Ramón Gómez de la Serna que siempre se mostró muy crítico con la Real Academia Española, la Academia por antonomasia. Llegó a decir que él nunca aceptaría figurar “bajo ese lema de lustrabotas” en referencia al “Limpia, fija y da esplendor”. Se pasaba. Escribo hoy sobre la Academia porque ayer ingresó en ella la escritora Carme Riera con un discurso memorable por más de un concepto, y vivimos las vísperas de la toma de posesión de Aurora Egido. Dos mujeres. Es buena noticia para una Institución que a lo largo de sus tres siglos de historia, que se cumplen este año, había cerrado el paso a la presencia de la mujer  hasta no hace mucho. La primera mujer que rompió el inexplicable tabú fue Carmen Conde en 1979, seguida por mi ilustre parienta Elena Quiroga en 1984.
 
A través del tiempo fueron muchas las candidatas a académicas con méritos sobrados, entre ellas: Gertrudis Gómez de Avellaneda, mi también no menos ilustre parienta Emilia Pardo Bazán, Concepción Arenal, Blanca de los Ríos, Concha Espina, Rosa Chacel, Sofía Casanova o Carmen Bravo Villasante, por citar sólo a quienes fueron propuestas sin éxito. Un relevante olvido académico que merece mención aparte es el de María Moliner a la que tanto debe la lengua castellana.
 
La misoginia histórica de la Academia queda reflejada, como anécdota, en el chascarrillo atribuido a Bretón de los Herreros cuando, siendo secretario de la Institución, intentó entrar en ella Gómez de Avellaneda: “¡Es mucho hombre esta mujer!”. Cuenta Sebastián Moreno en su jugoso libro “La Academia se divierte” (2012) que Carmen Bravo Villasante, otra candidata rechazada, a la que traté y de la que fui editor, comentó: “A nadie se le hubiera ocurrido decir de la sensibilidad de Bécquer: ¡Es mucha mujer este hombre”.  
 

Las actuales académicas son siete: Ana María Matute, Carmen Iglesias, Margarita Salas, Soledad Puértolas, Inés Fernández Ordóñez, Carme Riera y Aurora Egido. En el solemne acto de ingreso de Carme Riera me ha sorprendido su indumentaria, una especie de vestido de faralaes en intenso rojo, o granate, más propio de una fiesta en la Feria de Sevilla. No soy un experto en vestimenta femenina pero asistí a las tomas de posesión de Carmen Conde, Elena Quiroga y Carmen Iglesias y no desentonaban en ese protocolario formalismo del  frac en los hombres, sustituido ya en algunos casos por el chaqué, en contra de la costumbre académica que hizo sentirse tan incómodo a Baroja la tarde de su ingreso. Las fotografías del acto protagonizado por Carme Riera están en internet y en los periódicos.
 
Las ausencias en la Academia han sido notorias. Tan notorias y tan sorprendentes como algunas presencias. No entraron en la Academia  ni Valle-Inclán, ni Clarín, ni Blasco Ibáñez, ni Gómez de la Serna, ni Julio Camba, ni Moreno Villa, ni Antonio Machado, ni el Premio Nobel Juan Ramón Jiménez (otros dos Premios Nobel: Ramón y Cajal y Benavente, aunque elegidos, nunca tomaron posesión de sus sillones), ni Cernuda, ni Alberti, ni Celaya, ni Sender… Unamuno tampoco tomó posesión, aunque fue elegido. Pérez Galdós fue derrotado en su primer intento académico (ganó el sillón un tal Cammelerán; "el hombre más pretencioso y vulgarote que he conocido", Ricardo Palma dixit), y Azorín fracasó por primera vez en 1912 y en 1913 en dos ocasiones, lo que provocó un gran escándalo en medios intelectuales con homenaje de desagravio incluido; no ingresó hasta 1924. En uno de sus berrinches tras una derrota académica, Azorín calificó  a la Institución en un artículo de ABC como “Real Academia de la Inutilidad Española”. Cuando ingresó escondió las garras.
 
En las últimas décadas fueron sonoros los portazos a José Luis Castillo Puche, José Manuel Caballero Bonald, Francisco Umbral y Luis Alberto de Cuenca. Resultó chocante la derrota de Antonio Quilis, ilustre catedrático y lingüista, experto en fonética y fonología del castellano, ante la candidatura triunfante de Juan Luis Cebrián, exitoso empresario de prensa, autor de una única novela, “La rusa”, considerada por el profesor Gabriel Albiac: “una de esas novelas baratas para uso de quioscos en ferrocarriles y aeropuertos”, para añadir: “Juan Luis Cebrián no es un escritor pésimo. No es un escritor. Sencillamente”.  Y sentencia Albiac: “Vergüenza para la Academia: para quienes lo propusieron y para quienes lo votaron, ellos sabrán por qué”. Tampoco se explica que la Academia no haya llamado a Fernando Arrabal, dramaturgo internacionalmente celebrado.
 
En el presente académico, una consideración objetiva de los valores reales de las presencias y su contraste con los valores reales de las ausencias puede provocar no pocas sorpresas. Sebastián Moreno en “La Academia se divierte” cita, y por algo será,  el concepto de culiparlante, feliz hallazgo de uno de los mejores cronistas parlamentarios de la transición española, Víctor Márquez Reviriego, como definición de los ilustres representantes de la soberanía que conforman las Cortes, atentos a no equivocarse al apretar el botón del voto para mantener sus traseros en los escaños legislatura tras legislatura.
 
En una curiosa publicación titulada “La Fiera Literaria”, editada por el Centro de Documentación de la Novela Española, se habla de “flagrante mediocridad” de la Academia. La publicación fustiga habitualmente a la Docta Casa, a veces desde la exageración un tanto esperpéntica, pero siempre esgrimiendo criterios y a cara descubierta. Suele arremeter contra las incorrecciones gramaticales de los inmortales y contra los errores del Diccionario.
 
Max Aub, que tampoco entró en la Academia, publicó su supuesto discurso de ingreso ficticiamente ocurrido en 1956. Titula su apócrifa intervención “El teatro español sacado a la luz de las tinieblas de nuestro tiempo”. Imagina que la guerra civil no se ha producido y ofrece una supuesta lista de académicos “en 1º de enero de 1957”. Acierta en varios nombres que acabaron siendo académicos e incluye otros que no lo fueron, algunos de ellos  por haber muerto en la guerra o por el exilio que impuso una España partida en dos. Es un juego literario muy de su gusto. Hizo célebre a un personaje de su invención, el pintor Josep Torres Campalans, del que escribió una biografía y al que no pocos críticos de arte creyeron un ser de carne y hueso y no un producto de su prodigiosa imaginación. Algo así ocurrió con alguno de los heterónimos de Pessoa.  A Max Aub y a esta ficción dedicó Antonio Muñoz Molina su discurso de ingreso en la Academia.
 
Y, vuelto al ingreso de Carme Riera y a la inminente incorporación formal a la Academia de Aurora Egido, reitero mis parabienes por este hecho feliz de que la Docta Casa persevere en el destierro de su por tantos años pertinaz misoginia. Y espero que no se trate de una forzada y artificial cuestión de cuotas sino de un acto de justicia intelectual. A la Academia, cuando los ha hecho o ha parecido que los hacía, no le ha venido bien buscar compensaciones o equilibrios políticos o empresariales.