jueves, 15 de mayo de 2014

Tras las huellas de Quevedo y sus vecinos del Madrid del Siglo de Oro

Regreso de las tierras manchegas de don Francisco de Quevedo. He visitado su Señorío de la Torre de Juan Abad donde escribió y vivió sus últimos años, tiempo de achaques y decepciones, en un caserón que se conserva, y he recorrido Villanueva de los Infantes, en cuyo convento dominico murió el 8 de septiembre de 1645 en una celda que sobrecoge a cualquier escritor. Está enterrado en la cripta de la iglesia de San Andrés; sus restos se perdieron pero fueron localizados e identificados en 2007. Villanueva de los Infantes parece que es el “lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme” del inicio del Quijote, y allí pasó unos días Don Quijote y su escudero Sancho en la casa-palacio del Caballero del Verde Gabán, don Diego de Miranda, que se conserva tal cual la conoció el ingenioso hidalgo. Ese hospedaje y sus conversaciones con el Caballero y con su hijo los recoge Cervantes en el capítulo XVI de la segunda parte del Quijote
 
Quevedo nació en Madrid en 1580 y residió algún tiempo en un barrio madrileño de solera literaria. Vivió frente al convento de las Trinitarias Descalzas en la esquina de las calles dedicadas actualmente al propio Quevedo y a Lope de Vega. En el convento de las Trinitarias  profesaron como monjas Isabel, hija de Cervantes, y Marcela, hija de Lope que llegó a ser  Priora. En la cripta conventual fue enterrado Cervantes, que vivió en la calle León, esquina a la de Francos, y en las calles Magdalena, Duque de Alba y Huertas. Cerca de su casa de la calle Magdalena estaba la del tipógrafo Cuesta, impresor del Quijote, y la del librero Robles, distribuidor de la inmortal obra.


Los restos de Cervantes no han sido localizados en el convento de las Trinitarias ni los de Lope en la cercana iglesia de San Sebastián. Acabaron probablemente en un osario común tras la realización de obras en las criptas en las que fueron enterrados. Así somos en España. Los restos de Shakespeare descansan en la iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford-upon-Avon, su pueblo natal y en el que murió, bajo un digno monumento funerario y con el epitafio que él mismo redactó: “Maldito el que remueva mis huesos”. Puso la venda antes de la herida.
 
Luis de Góngora, enemigo literario de Quevedo que le ridiculizó en poemas memorables como en el célebre soneto  “Érase un hombre a una nariz pegado”, vivió en la casa que habría de comprar Quevedo cuando desahuciaron al poeta sevillano por no pagar el alquiler; Quevedo se vengó de su enemigo ocupando su vivienda y el agraviado nunca perdonó lo que consideraba una felonía. Lope vivió en la entonces calle de Francos, hoy calle de Cervantes, en donde se conserva su casa. Las ironías del tiempo llevaron a que Lope viviera en la calle que hoy lleva el nombre de Cervantes. Dos genios que se trataron de manera desigual; mientras Cervantes elogió a Lope, éste zahirió a su vecino. Cervantes llamó a Lope “monstruo de la naturaleza” por su amplísima producción teatral, y Lope escribió que entre los poetas “ninguno tan malo como Cervantes”, limitación poética que el propio Cervantes reconoció en aquellos célebres versos de su Viaje del Parnaso: “Yo que siempre me afano y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo…”.
 
Calderón de la Barca, acaso la cumbre del teatro barroco, vivió y murió en el número 61 de la calle Mayor. Había nacido en 1600 y siendo capellán de Felipe IV, llamado “el rey poeta”, recibió el hábito de la Orden de Santiago en 1637, como lo había recibido Quevedo de Felipe III en 1616 y Velázquez habría de recibirlo, también de Felipe IV, en 1659. El autor de “La vida es sueño” fue capellán real y el rey le convirtió en dramaturgo oficial de la Corte. Su fama se acrecentó tras la muerte de Lope. Resulta curioso, aunque explicable en la época, el afán de literatos y artistas por adornarse con alguna Orden nobiliaria prestigiosa. Lope fue recibido en la Orden de Malta en 1627, y con el hábito y la cruz de Malta aparece en su retrato más conocido. 
 
También vecino de aquel barrio literario de un Madrid que no pasaba de los 20.000 habitantes, fue Juan de Tassis, conde de Villamediana, Correo Mayor del Reino y Caballero de la Orden de Santiago. Reñidor, fanfarrón, mujeriego, jugador, libertino, satírico contra casi todo y casi todos, influyente en la Corte, azote de la moralidad de la época, autor de obras dramáticas y de sonetos relevantes, Villamediana quedó injustamente en un segundo plano literario en aquel Siglo de Oro fértil en genios. Tras persecuciones y exilios, fue asesinado frente a su casa de la calle Mayor el 21 de agosto de 1622. Había nacido en 1581, un año después que Quevedo su enemigo literario, enemistad que se debió a la estrecha amistad del conde con Góngora. 
 
El crimen lo cometieron dos ballesteros reales cuyos nombres se conocen y que no sufrieron ningún  castigo; uno detuvo el carruaje en el que el conde viajaba con su amigo el conde de Haro, mientras el otro a corta distancia le atravesaba el corazón con una saeta. En los mentideros de la Corte nadie dudó en atribuir la muerte de Villamediana a su fanfarronería respecto a sus improbables amoríos con la reina Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV; de existir no pasarían de escarceos.
 
Poco antes del suceso Villamediana había aparecido en un baile regio con una capa recubierta de reales de oro, precedido por un paje que llevaba el peligroso cartel “Mis amores son reales”. Se rumoreaba en la Corte que el 8 de abril de 1622, unos meses antes de su asesinato, mientras se representaba en Aranjuez su obra teatral “Las glorias de Niquea”, con prólogo de Góngora, se atrevió a incendiar la tramoya del escenario para poder así rescatar a la reina llevándola en sus brazos a palacio en una acción supuestamente caballerosa en la que a juicio de más de uno, entre ellos del rey, se demoró demasiado en el corto recorrido entre el Jardín en el que se montó el teatro y las estancias palaciegas. Es conocido que Felipe IV ante un elogio de la reina a lo bien que picaba el conde un toro en la Plaza Mayor de Madrid, comentó: “Pica bien, pero pica muy alto”. En otra ocasión, al sentir  la reina que alguien le tapaba los ojos con las manos desde detrás, imprudente o ingenuamente exclamó: “Estaos quieto, conde´”. Y era el rey, que contestó: “¿Me llamáis conde?”. Y a Isabel sólo se le ocurrió aclarar: “¿No sois acaso conde de Barcelona?”. Esos equívocos se entenderían en la alegre Corte de París, de la que la joven reina sentiría nostalgia, pero no se entendían en la adusta Corte de los Austrias.
 
Villamediana era un coleccionista de enemigos: maridos burlados, padres agraviados, amantes despechadas, adversarios políticos, el poderoso Olivares y el propio rey. Cualquiera podía haber procurado el asesinato. En su  muerte no pocos poetas le elogiaron y alguno se arriesgó a apuntar directamente al responsable del crimen. Antonio Hurtado de Mendoza, hombre hábil que consiguió ser amigo de personajes que se detestaban entre sí como Góngora, Quevedo, Lope, Villamediana o Juan Pérez de Montalbán, retrató así al conde: “Tal fama llegó a alcanzar / en toda la Corte entera, / que no hubo dentro ni fuera / grande que le contrastara, / mujer que no le adorara, / hombre que no le temiera”. Y Góngora se preguntó: “-Mentidero de Madrid,  / decidnos: ¿Quién mató al conde? / No se sabe ni se esconde. / Sin discurso discurrid. / -Dicen que le mató el Cid / por ser el conde Lozano. / ¡Disparate chabacano! / La verdad del caso ha sido / Que el matador fue Bellido / Y el impulsor soberano”.
 
En la humilde celda del convento de Villanueva de los Infantes en la que murió Quevedo, ante el sillón en el que se sentaba en su caserón de la Torre de Juan Abad, o contemplando su tintero de cerámica talaverana, pensé en aquel Madrid en el que en los mesones de sólo media docena de calles era posible compartir el vino de los genios. En este poema recuerdo a don Francisco de Quevedo, hombre reñidor tan temido por su pluma como por su espada.


DON FRANCISCO DE QUEVEDO RECIBE UN DESAFÍO


           Anoche fui de vinos, recorrí los tugurios
de una ciudad perdida para siempre en los sueños,
y cumplí, entre las nieblas, fabulosos empeños,
lejos de realidades y sensatos augurios.
En el rincón más sórdido de una ignorada venta
encontré a don Francisco de Quevedo. Escribía
a la luz temblorosa de una vela, y bebía
jarra tras jarra, tantas que he perdido la cuenta.
Un soldado, borracho, le espetó un desafío,
y, uniendo falta y gesto, desenvainó la espada.
Don Francisco, en silencio, sostuvo su mirada,
manteniendo la calma frente a aquel desvarío.
Luego dejó caer hasta el suelo la capa:
sobre su pecho el rojo de la cruz de Santiago.
Miró la espada cerca, gustó de un largo trago,
midió del torvo tipo calandrajo y gualdrapa.
El soldado, de pronto, recobró sus cabales:
un santiaguista era demasiado enemigo
La oscura sala, espesa, era mudo testigo.
El acero, aún desnudo, brillaba en los cristales.
Sirvió vino el ventero, embridado el resuello,
alguien cantó, y al fondo desgarró una guitarra.
Se olvidó el desafío, se desbocó la farra,
Quevedo alzó la capa otra vez a su cuello.
Fuese manso el soldado, que fue tan altanero,
sin conocer quién era tan frío caballero.

 
                                       (De “Espejismos” (Antología), 2005)