sábado, 5 de septiembre de 2015

Larra, español desesperado


La Asociación de Escritores y Artistas Españoles, fundada en 1871, que presido desde 2004, custodia las cenizas de Mariano José de Larra en su Panteón de Hombres Ilustres de la madrileña Sacramental de San Justo. Descansan junto a Larra,  entre otros grandes escritores, Espronceda, Núñez de Arce, Bretón de los Herreros, García Gutiérrez, Hartzenbusch, Villaespesa, Marquina, Blanca de los Ríos, Gómez de la Serna, y Manrique de Lara.

 

Una representación de la Asociación acudió ante la tumba de Larra para homenajear al maestro romántico en un emotivo acto al que asistió su descendiente Jesús Miranda de Larra, autor de la más completa -y sentida- biografía del escritor: “Larra, biografía de un hombre desesperado”. En la mañana del homenaje se me desbordaron la memoria y la nostalgia, con un poso de melancolía. Un día de enero de 1963 había acudido yo a aquel mismo Panteón y estuve junto a la tumba de Larra enterrando a Ramón Gómez de la Serna con quien me carteaba. Ramón se había autoexiliado en Buenos Aires al poco de comenzar la guerra civil, y allí murió. Tenía yo entonces 19 años y recibí felicitaciones -que mi juventud más joven acogería probablemente con mal medido regocijo- porque aquella misma mañana uno de los grandes diarios madrileños publicaba un artículo mío,  “Un joven ramoniano”, cuyo título no se debía a mí sino al periódico que debió entender que ser joven y cartearse con el gran Ramón reflejaba una cierta excentricidad. Probablemente no había entonces muchos jóvenes ramonianos.

Larra, un hombre desesperado. El título de la biografía escrita por su descendiente responde al mito de la vida y la muerte de Larra. Un hombre desesperado por los males de amor, que se descerrajó un tiro en la cabeza, el 13 de febrero de 1837, en el supremo gesto romántico de hacerlo ante un espejo, un gesto muy del XIX que recuerda el fusilamiento, cuatro años después, del general  Diego de León, “la más limpia lanza del Reino”, dando él  mismo los gritos de “apunten, fuego”, enfrentado al pelotón y negándose a que le vendaran los ojos. El estilo de vida romántico se apuntala en gestos; acaso por ello el romanticismo nunca me sedujo.

Larra ante el espejo, que es como decir ante su misma tragedia, es una imagen que nos llega y nos llena. ¿Cuál era realmente la desesperación de Larra? No era sólo una desesperación de amor aunque el mito lo proclame. También, y no menos, era una desesperación cargada de frustraciones y una desesperación de España. Larra había sido el fustigador de las conciencias, el aldabonazo ante los males endémicos de España, el joven liberal indómito que había vivido contra viento y marea desde su infancia. Con cuatro años conoció el exilio junto a su familia porque su padre, médico militar, había sido afrancesado, y pronto entendió que los males del país no tenían remedio y, por ello, creía en el romántico afán de las causas perdidas; luchó contra la desidia, la pereza, el gregarismo, la burocracia y la complacencia de unas gentes, los españoles, que encontraron en los escritos de Larra un acicate cuando no una coartada o una inmisericorde condena de tantos silencios. Había quien veía claro y denunciaba una realidad frustrante. Los más preferían callar.

España a menudo no comprendió a Larra. Lo comprendería más tarde. Su muerte, por ejemplo, recibió un tratamiento cicatero en los periódicos de la época. Muchos ni publicaron la noticia. Fue un escritor y periodista celebrado a quien se reclamaba en los salones más empingorotados de la Corte, uno de los mejor pagados de su tiempo, pero el gregarismo general seguía rampante. Se le escuchó pero no se le siguió hasta mucho después. Los escritores del 98, comúnmente alejados del romanticismo, lo rescataron como referencia de una actitud beligerante contra todo y contra todos.

Además de por males de amor, que es lo único que ven quienes no ven, también fue un hombre desesperado por las ingratitudes, la desconfianza y el despego de quienes le habían jaleado por considerarlo progresista. Confundían su sincera crítica social y política con una adscripción partidista que él eludía. En sus años mozos, 1827, Larra se había incorporado a los Voluntarios Realistas, organización paramilitar de un fervoroso absolutismo, conocida por su concurso en la represión contra los liberales. Pero ese remoto pasado ultra se lo habían perdonado los progresistas porque su posterior éxito social borraba esos pecadillos. También entonces.  

En 1836 Larra aceptó presentarse a diputado en las filas moderadas por Ávila, una de las circunscripciones más conservadoras de aquella España; su elección se daba por segura. Y consiguió el escaño. Con su acta de diputado en el bolsillo Larra pensó que podría llevar su crítica social de los periódicos al Parlamento. Probablemente -era joven- soñaba comenzar una brillante carrera política que sin demasiado margen de dudas le hubiese llevado al Gobierno, ya que en aquel tiempo el triunfo literario era una vía óptima para ascender tramos en la actividad política. Pero la biografía del nuevo diputado habría de ir por otros caminos.

En los sueños de Larra se interpuso la “sargentada” de La Granja de San Ildefonso, una sublevación de sargentos y soldados que el 13 de agosto de 1836 obligaron a la regente del Reino María Cristina de Borbón a poner en vigor la Constitución de 1812 dejando sin efecto el Estatuto Real de 1834. La sublevación impidió que se constituyeran aquellas Cortes y Larra no pudo ocupar su escaño. Otra vez aquel pesimista romántico se enfrentaba a una frustración; de nuevo el túnel tras el resplandor de una luz prometedora.

Pronto las ingratitudes y las envidias se abrieron paso. A Larra la progresía no le perdonó su candidatura moderada por Ávila y lo consideró poco menos que un traidor. Con la amargura del desarraigo, el cerco del resentimiento y el látigo de la incomprensión, Larra se desencontró de sí mismo. Se sintió solo, señalado  y evitado por supuestos amigos que antes le halagaron, y mal recibido en las redacciones de periódicos que antes buscaban ávidamente su colaboración bien remunerada.

Y a esa crisis se unen su soledad, el desamor, la lejanía de Dolores Armijo, su amante. Ni siquiera recibió el calor que esperaba, último y ya fatal, de aquella mujer casada, bella, veleidosa y frívola, que nunca estuvo a la altura del escritor. La había conocido en 1830 y su relación se inició en 1831 con  encuentros y desencuentros sonados. El escritor de éxito había sido un capricho de aquella mujer en unos amores que no eran un secreto para muchos y suponían un escándalo susurrado en la sociedad hipócrita y opaca de la época.

La desesperación de Larra se hizo estallido aquella noche de febrero de 1837.  Dolores Armijo le visitó en su casa de la calle de Santa Clara 3, tercera planta, haciéndose acompañar por su cuñada para evitar situaciones violentas, y se negó de nuevo a reanudar la relación al tiempo que le exigió la devolución de sus cartas. La antigua amante salió de la sala y Larra se quedó solo con su desesperación. El pistoletazo ante el espejo era el final de aquella soledad, social y sentimental, que acaso hubiese sido transitoria pero que él sentía como un ahogo sin esperanza.

El dolor de España mató a Larra más que el desamor de la Armijo, tanto como la incomprensión y la envidia, tanto como el desdén y el abandono de los progresistas y de tantos como le habían halagado. Hay mucho Larra en el ser de España y lo sentimos a menudo nuestro contemporáneo. En cierto modo, Larra somos todos.


Sobre el pistoletazo de Larra, en la estela del mito de suicidio por amor, escribí un poema que figuró en mi libro "Púrpura y ceniza", de 1987, al que un jurado presidido por el embajador de la India en Madrid, otorgó el premio "Rabindranath Tagore" en 1986. Éste es el poema:


El DISPARO


¿Por qué todo se apaga cuando el amor nos huye?
Tan dulcísimamente convencido
el tiempo de que nadie le retiene,
un amor inmortal sesga la sangre:
es sólo brizna mas se piensa eterno.
                                                           Y así el beso declina
su añejo fuego, el manantial
que nos reconoció.
                                                Burlas del humo
y la esperanza,
máscaras que en el tiempo nunca desentrañamos
hasta el corte final,
cuando la tibia piel que nuestro amor bendijo
se hace lejana, hostil, enredadera
de asperezas, fantástico legado
de desamor.
                     Se apaga
aquel fanal; las sombras son estigma
del corazón, cabalgan los demonios
de las sienes,
y la vida es ya plomo cual antes fuera nube.
Es el tiempo que pesa, la caverna
antes no presentida mas cierta como el llanto.
Y la soledad tiende sus sedas y sus rosas,
su infinita coartada,
esa trampa que arrasa sueños y certidumbres
y de pronto nos llama desde el fondo de un pozo
con el cómplice grito de todos los ahogados.
Cuando el amor nos huye
como corcel que al alba se libera
o verbo que no hallase su verdad en silencio,
todas las luces quiebran en el agua
cual pirotecnia rota.
                                  No persigue
la lámpara su rito,
y la soledad rasga sutiles ataduras
que el azogue no ordena.
                                          Y es el instante justo
para morir.
                   Bien lo supiste
tú, Mariano José, que aquella tarde
de desamor, saldadas las preguntas,
nos disparaste a todos al hundirte en la sombra.