domingo, 13 de septiembre de 2015

Las lecciones de Alberto Schommer


Alberto Schommer es el fotógrafo español más interesante, renovador y completo desde mediados del siglo XX. Ha muerto en San Sebastián el pasado día 10 a los 87 años; padecía cáncer de próstata. Había nacido en Vitoria y residía desde hace muchos años en Madrid. No ha dejado discípulos a su altura. Su originalidad y sabiduría mueren con él. Había comenzado como pintor, pero pronto se decantó por la fotografía. Para Alberti la pintura es poesía para contemplarla además de para leerla; en sus “Poemas de Punta del Este” dejó escrito: “Soy un poeta para quien los ojos son las manos de su poesía. Gregorio Prieto publicó un libro titulado “Poesía en línea” que apareció  en una colección poética. Lorca en su célebre “Poética: De viva voz a G(erardo) D(iego)” escribe refiriéndose a su poesía: “Aquí está: mira”. Había que mirarla. Schommer fue un poeta de la fotografía, en la estela de los poetas de la pintura. Arte y poesía de imágenes  


Su padre, Alberto Schommer Koch, médico y fotógrafo alemán afincado en Vitoria, le inculcó de niño el amor a la fotografía, arte que luego estudió en Hamburgo, Colonia y París. Desde joven se sintió interesado por la renovación de la fotografía que se  vivía en la España de principios de los años cincuenta, y se declaró influido por las experiencias de los norteamericanos William Klein, nacido como él en 1928, e Irving Penn, que se inició también como pintor, ambos excelentes retratistas pero comúnmente en composiciones sencillas y planas, bien diferentes a la originalidad y a veces complejidad de las composiciones de Schommer.   

Sentía cercanas a su obra las fotografías de Oriol Maspons o Ramón Masats. Fue el primer fotógrafo, y el único hasta ahora, en ingresar como numerario en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1996), de la que ya era académico correspondiente. Había recibido la Medalla de Oro de las Bellas Artes en 2008 y el Premio Nacional de Fotografía, a mi juicio tardíamente, en 2013.

Comenzó en la fotografía publicitaria, que abandonó pronto para desembocar en el retrato. Schommer reflejó en los años setenta y ochenta la realidad de España en célebres colecciones de retratos de personajes de la  política, la economía y la cultura. Se trata de los que se conoció entonces como “retratos psicológicos” y que en parte  recogió en uno de sus primeros libros (publicó más de setenta): “Las fotos psicológicas” (1975). Incansable viajero, su obra se expuso en  numerosos países, desde Estados Unidos a Japón, y en el Centro Pompidou de París. Fue el único fotógrafo en mostrar sus creaciones en el Museo del Prado; su exposición “Máscaras” en 2014.

Sus fotografías psicológicas se caracterizan por la audacia de la composición. Fueron muy elogiadas sus fotografías de personajes de la sociedad norteamericana como  Roy Lichtenstein, Susan Sontag y Andy Warhol, éste pintando una bandera estadounidense. En sus retratos españoles fotografió a Gregorio López Bravo, ministro de Asuntos Exteriores y conocido miembro del Opus Dei, con un bebé en los brazos, al Cardenal Tarancón, entonces considerado "aperturista", con una soga en la mano, o a Mario Conde, en el cénit de su poder bancario y halagado por los medios de comunicación, con una televisión como fondo. En sus imágenes derrochaba sensibilidad, imaginación y fuerza. Steve McCurry, el fotoperiodista norteamericano mundialmente conocido por su fotografía “La niña afgana”, publicada en “National Geographic” en 1985, anotó: “Si sabes esperar la gente se olvidará de tu cámara y entonces su alma saldrá a la luz”. Nuestro Alberto Schommer, maestro del retrato con alma, confesó: “No es posible engañar a la cámara; podían llegar sonrientes, pero poco a poco les hacía ponerse serios y terminaba por aparecer su rostro real”.

Lo traté mucho en los últimos años setenta y primeros ochenta. Él era el genuino “retratista de la transición” y yo ejercía de comentarista político y cronista parlamentario. Viajó a menudo con el Rey, acaso porque  le encargaron los primeros retratos oficiales de los Reyes y, como era profesional minucioso, quiso hacer previamente una colección de fotografías del monarca acá y allá. Coincidimos en algunos de aquellos viajes, en la etapa en que figuraba yo en el acompañamiento periodístico de don Juan Carlos. Luego esa marea de Madrid, que une y al tiempo desune, distanció nuestros encuentros. Era de trato encantador, muy directo, llamaba pan al pan y vino al vino. No creo que su vocabulario incluyese las palabras mentira o disimulo. Tenía para el interlocutor cierta seriedad inicial que no suponía distancia, y era meticuloso y perfeccionista, acaso reflejo de su sangre alemana.

Le llamé para felicitarle cuando fue elegido académico, elección por la que se sentía satisfecho y abrumado, y asistí a su recepción en la Academia en la que su discurso de ingreso no estuvo exento de pasión: “Elogio a la fotografía”. Luego, él como numerario y yo como correspondiente, coincidimos en algunas reuniones académicas. Pasó el tiempo, que nos hace y nos deshace, y la última vez que hablamos lo encontré mayor; supongo que él pensó lo mismo de mí. En los últimos años lo abatió la tan amarga experiencia de la pérdida de su esposa. Cuando nos conocimos y nos tratamos asiduamente él no tenía cincuenta años y yo superaba poco la treintena.

Le debo una impagable muestra de afecto. Tuvo la amabilidad de hacer una composición fotográfica para la portada de mi libro “Galería de espejos rotos” (1982), que es una especie de agenda literaria. También es suya mi fotografía de la contraportada. La composición fotográfica de la portada es muy de su estilo: un primer plano mío roto por trozos de espejo; un reflejo del título. Recuerdo con el mimo que trabajó aquella fotografía en su estudio de entonces, un amplio bajo en la calle Modesto Lafuente. Cuando le dije a Enrique Tierno Galván, el prologuista, que la portada iba a ser una fotografía de Schommer, me comentó, también muy suyo: “De prologuista un viejo profesor ya cansado y de portadista un genio”. No creo que Tierno  prodigase el calificativo.

Las lecciones que deja Alberto Schommer forman parte de la historia de un arte que él renovó desde el punto de vista técnico y experimental, que en cierto modo reinventó, de modo que ya no podría entenderse la fotografía sin su obra. Ha muerto con las botas puestas, trabajando hasta el final. En mayo pasado realizó para “El País” la serie “No oculto nada” con los retratos de los candidatos en las elecciones a la Comunidad y al Ayuntamiento de Madrid.

Se le recordará acompañado siempre de sus viejas Leica y Rolleiflex. No apreciaba la fotografía digital. Declaró en una ocasión: “No me interesa nada; cualquiera puede hacer una buena foto, o al menos una foto utilizable”. Schommer no se conformó nunca con hacer una buena foto. A Picasso le preguntaron qué diferenciaba a los genios del resto de los creadores, y respondió: “Dan un paso más allá que los demás aunque al principio no se les entienda”. Schommer era un genio. Debo escribir “es” porque los genios no mueren. Y, por fortuna, se le entendió desde el principio.